Mi vecina, de niña, tenía un ojo vago
que el médico forzaba,
a bofetadas y empujones unas veces
y otras con cariño,
y otras con cariño,
a desentumecerse, a espabilar,
a abalanzarse al mundo,
salir de su ceguera recurrente
y recoger con la mirada los objetos:
al despertarse, las tostadas;
en la comida, los cubiertos
—sobre todo eran gritos
lo que les recubrían;
por la noche la tele
que chillaba aún más alto que sus padres.
Era inconmensurable
la infinita vagancia de este ojo:
“Con uno de los dos que esté de guardia
es más que suficiente. Para lo que hay que ver”.
Y en vez de responder al tratamiento
que el oftalmólogo ordenaba,
se acurrucaba en su retina,
se amodorraba cuenca adentro;
corría su persiana de párpado caído
para dormir la siesta a cualquier hora:
en medio de una clase
o en el autobús.
Seguía sin saberlo la doctrina
que rige en los comercios
que apenas entra nadie
y sobra un dependiente:
el único que logra
hacerse independiente
después de muchos años.
hacerse independiente
después de muchos años.
Los doctores entonces se enfadaban,
reprendían: “Hay que ver”,
y le aplicaban el ungüento o un colirio.
Pero este ojo irreverente no cedía.
Cuando la niña fue mayor
y el ojo tuvo fuerzas
para al fin ver lo que pasaba
en su casa la perdieron de vista.